1) Supresión del Poder
Ejecutivo
La pérdida de su poder militar traería consigo la de su
poder político. En enero siguiente el Congreso despojó a Morelos del grado de
generalísimo y, por ende, del Poder Ejecutivo, y lo reincorporó al seno de la
asamblea en calidad de diputado (a instancias de los diputados monárquicos López
Rayón, Bustamante y Herrera).
Esta resolución, adoptada en
secreto, no se le hizo saber sino hasta un mes después. Morelos, en lo sucesivo,
ya no volvería a tener mando de armas, ni siquiera de lo que quedaba de su
propio ejército. En cambio, el congreso nombró comandantes militares en las
provincias insurgentes del Sur, sujetos a su autoridad parlamentaria y no a la
del exgeneralísimo, a varios diputados.
De este modo, no obstante
infringir su reciente resolución -fundada en la división de poderes- de que los
diputados no debían tener mando de armas y a pesar de la oposición expresa de
Morelos -para no mencionar la disposición del reglamento que prohibía a los
diputados ocupar cargos militares, ya que tal reglamento fue declarado nulo e
insubsistente-, dicho congreso designó al diputado López Rayón comandante en
jefe de las provincias de Oaxaca, Puebla, Veracruz y México, o sea, de todas
aquéllas que habían sido liberadas por las fuerzas armadas del Sur.
Por lo que se refiere a la disolución del poder ejecutivo,
el congreso se cuestionó en enero de 1814 si era o no conveniente retirar a
Morelos las amplias facultades político-militares que le había otorgado, y por
decisión unánime, resolvió que sí era conveniente retirárselas. Las graves
derrotas del generalísimo y otros errores políticos, según Julio Zárate, serían
las causas por las que decidiera “retirarle las amplias facultades políticas que
le había otorgado”.
Dicho congreso no se atrevió a
comunicar a Morelos su decisión en forma expresa y directa sino sesgada. Semanas
después, durante la corta permanencia del Siervo de la Nación en Tlacotepec, en
febrero de 1814, en plena desbandada de sus tropas, el diputado Herrera se
insinuó sobre el particular con Rossains, secretario de aquél, el que a su vez
influyó para que su jefe abandonara el mando y se reincorporara al seno del
congreso. "Ninguna dificultad opuso éste -dice Zárate- entró, pues, el congreso
a ejercer el poder ejecutivo y confió a Morelos la misión de desmantelar el
castillo de Acapulco".
Desapareció, por consiguiente,
la división de poderes, prevista por la convocatoria al Congreso de Anáhuac. El
ejecutivo fue reasumido, en lo adelante, por la corporación parlamentaria, que
retuvo asimismo la función judicial.
El 26 de marzo de 1814, al
anunciar Morelos el abandono y desmantelamiento de la fortaleza de San Diego, en
Acapulco, se tituló -en el bando correspondiente- "vocal del supremo congreso",
aunque agregó también el de "generalísimo de las armas y depositario del supremo
poder ejecutivo de esta América septentrional".
Al leer este documento, la corporación soberana se reunió
de inmediato para aclarar que el ejecutivo, "depositado interinamente en el
generalísimo, volvió al congreso". Advirtió igualmente que este poder no saldría
de sus manos, sino hasta que su diseño fuera "más perfeccionado y expedito". Y
agregó haber tomado tal determinación "sin convulsiones, ni reyertas, ni
discordias". No obstante, corrió el rumor de que Morelos, al retener el
ejecutivo y su alto grado militar, tenía el propósito de preparar un golpe de
Estado y disolver el cuerpo parlamentario.
Pero Morelos no quería seguir
el ejemplo de los militares que habían despojado a Miguel Hidalgo del mismo
grado. Su modelo era Hidalgo, que se había plegado a la resolución de aquéllos.
Ya bastaba de golpes de Estado. En 1808 los españoles lo habían descargado
contra el encargado provisional del reino, Iturrigaray, y en 1811, el estado
mayor insurgente contra el Generalísimo Hidalgo. Era necesario sacrificarlo
todo, la vida misma, no sólo por los ideales por los que se luchaba, es decir,
por la libertad y la independencia de la nación, sino también por las
herramientas institucionales para alcanzarla, especialmente por el congreso,
sueño de Hidalgo y de la nación. Acertadas o erróneas las resoluciones de esta
corporación legislativa, era preciso respetarlas y sostenerlas. A partir de
entonces, guardó prudente silencio.
De cualquier forma, el rumor de
que Morelos acabaría por desconocer el congreso -avivado por el gobierno español
de México- se esparció por todos los rumbos, a grado de que un mes y medio
después, el 1 de junio de 1814, el diputado José Ma. Liceaga ordenó que se
publicara otro manifiesto a la nación expedido por "Su Majestad el Congreso" en
el "Palacio Nacional de Huetamo", a través del cual se rechaza la especie de que
hubiera ruptura entre los jefes del naciente Estado insurgente.
Morelos, a su vez, quien hasta entonces guardara prudente
silencio, se sintió obligado cinco días más tarde a dirigirse públicamente a la
Representación Nacional desde Aguadulce, para atajar los rumores y manifestar
públicamente su sometimiento a la más alta autoridad de la nación. De ella había
recibido su investidura. A ella le había sido devuelta.
"Señor -dijo Morelos al
Congreso- nada tengo que añadir sobre puntos de anarquía mal supuesta. Lo
primero, porque vuestra majestad lo ha dicho todo. Lo segundo, porque cuando el
Señor habla, el Siervo debe callar. Así me lo enseñaron mis padres y
maestros".
Entre tanto, de marzo a
septiembre de 1814, las tropas insurgentes perderían las plazas más importantes
del sur, cuya custodia se había confiado al comandante general López
Rayón.
Y en condiciones totalmente
adversas para la causa de la independencia, el Congreso Constituyente Nacional
Americano, sin sede fija, resolvió: primero, aumentar el número de sus miembros
de ocho a dieciséis, no por elección popular sino por designación del propio
cuerpo legislativo, y segundo, elaborar la carta constitutiva de la América
septentrional.
2) Nombramiento,
no elección de diputados
El congreso debía
integrarse por diecisiete diputados, uno por cada una de las provincias del
territorio nacional, y que eran, por supuesto, las mismas que las del sistema
político español: México, Guadalajara, Valladolid (de Michoacán), Puebla,
Veracruz, Mérida (de Yucatán), Guanajuato, San Luis Potosí, Zacatecas,
Querétaro, Tlaxcala, Nuevo Reino de León, Oaxaca, Sonora, Durango y Coahuila, no
así Tabasco -sin saber de cierto si ésta resultó agregada a Yucatán o a
Veracruz- en cuyo lugar quedó Tecpan (hoy Guerrero).
Sin embargo, dicho cuerpo parlamentario no se integró más
que con dieciséis de los diecisiete representantes, de los cuales ocho fueron
los fundadores, o sea, los que integraron el Congreso Constituyente de
Chilpancingo de 1813, y los otros ocho, provisionales o suplentes. Quedó pues un
espacio vacante.
Los primeros ocho
conservaron su curul, a pesar de la sensible pérdida de gran parte de sus bases
territoriales y poblacionales. Los demás, aunque debieron haber sido electos por
las provincias respectivas, no pudieron serlo, dado el repliegue o retroceso que
tuvieron los insurgentes en el terreno militar. Más tarde, la Ley Fundamental de
la insurgencia señalaría: "cuando las circunstancias de un pueblo oprimido no
permiten que se haga constitucionalmente la elección de sus diputados, es
legítima la representación supletoria que con tácita voluntad de los ciudadanos
se establece para la salvación y la felicidad común".
Así es que, en
lugar de convocar a elecciones, el congreso original designó a los ocho
diputados suplentes durante el transcurso de 1814, en calidad de provisionales,
uno por cada provincia, con los mismos derechos que los anteriores, sin saberse
por qué no designó al noveno, para completar su número.
Los ocho diputados fundadores, se reitera, eran los
siguientes: José Ma. Liceaga, por Guanajuato, presidente; doctor José Sixto
Verduzco, por Michoacán; licenciado José Manuel de Herrera, por Tecpan, y doctor
José Ma. Cos, por Zacatecas (en lugar de Puebla) así como Ignacio López Rayón,
por Guadalajara; Carlos Ma. de Bustamante, por México; Manuel Sabino Crespo (en
lugar de José Ma. Murguía) por Oaxaca, y Andrés Quintana Roo, por Veracruz.
Los ocho nuevos suplentes serían: José Ma. Morelos, por el
Nuevo Reino de León; licenciado José Sotero de Castañeda, por Durango;
licenciado Cornelio Ortiz de Zárate, por Tlaxcala, licenciado Manuel de Alderete
y Soria, por Querétaro; Antonio José Moctezuma, por Coahuila; licenciado José
Ma. Ponce de León, por Sonora; doctor Francisco de Argándar, por San Luis
Potosí, y Antonio Ledesma, por Puebla. No hubo ningún diputado por Mérida. Ni
por Tabasco.
Actuaron como
secretarios Remigio de la Yarza y Pedro José Bermeo.
La naturaleza
mixta del congreso mexicano, como la de las cortes españolas, no alcanzaría a
modificarse con el tiempo; es decir, no llegaría a estar formado plenamente por
diputados surgidos de una elección sino permanecería integrado por ambas
categorías: diputados electos y diputados designados provisionalmente, en
calidad de suplentes, por la propia asamblea.
Y así como todos los diputados, electos y suplentes,
independientemente de su origen, participaran antes en España en la elaboración
de la Constitución de Cádiz, de la misma manera lo harían también en la de la
Constitución de Apatzingán o, más propiamente, en el Decreto Constitucional para la libertad de
la América mexicana, que inclusive justificaría y formalizaría esta
situación.
Además, todos ellos, electos y nombrados, propietarios y
suplentes, en España y América, tendrían la representatividad plena de la nación
y los mismos derechos en los cuerpos parlamentarios del viejo y del nuevo
continente.
La Ley Fundamental terracalenteña quiso promulgarse el 16 de septiembre de 1814 para celebrarse el
cuarto año del Grito de Independencia; pero las peripecias de la guerra lo
impidieron.
En cambio, un día
después, el 17 de septiembre, el gobierno español de México expidió el bando que
declaró sin efecto la Constitución
Política de la Monarquía Española en todos los dominios
españoles.
3) Decreto
Constitucional para la libertad de la América mexicana
Cinco semanas más
tarde, como respuesta, se expidió la Constitución insurgente en Apatzingán,
tierra de los amigos de Morelos: el 22 de octubre de 1814, "año quinto de la
independencia mexicana".
Esto, se insiste, en condiciones desfavorables para la
nación, a consecuencia de los múltiples desastres militares que habían reducido
notablemente sus fronteras; es decir, en condiciones completamente diferentes a
las que prevalecían durante la instalación del Congreso Constituyente.
La Constitución
de Apatzingán establece los principios, valores y forma de gobierno que deberán
observarse mientras la nación, ocupada parcialmente por los enemigos que la
oprimen, se libera de ellos para expedir la que la regirá
permanentemente.
La sesión solemne
de su promulgación se llevó a cabo bajo la sombra de los árboles de la villa de
Apatzingán, corazón de la Tierra Caliente de Michoacán -elevada al rango de
ciudad para este especial efecto- a fin de establecer provisionalmente en
nuestro territorio, en forma simbólica o programática, más que real, la
república democrática y representativa.
Se ha dicho que la Constitución de Apatzingán es la misma
que la Constitución monárquica de Cádiz, sólo que adaptada o acomodada a una
forma republicana. Esto es muy discutible, salvo en lo que se refiere a los
procedimientos electorales para nombrar diputados, dado que ambas cartas
políticas aceptan la elección indirecta en segundo grado.
Por lo demás, el código político terracalenteño es más bien
una respuesta, la gran respuesta histórica, política y conceptual a la carta
gaditana, además de representar la afirmación de un gran esfuerzo democrático
nacional –sostenido con la fuerza de las armas- frente al gobierno absoluto,
despótico y terrorista de España en México, que apenas el 17 de septiembre
anterior había declarado sin efecto la Constitución de Cádiz.
El Decreto
Constitucional para la libertad de la América mexicana se divide en dos
grandes partes.
La primera de ellas -destinada a ser permanente- contiene
en seis capítulos una serie de definiciones o principios generales sobre
religión, soberanía, ciudadanía, ley, igualdad, seguridad y propiedad de los
ciudadanos y las obligaciones de estos.
La segunda parte –de carácter necesariamente provisional-
contiene en veintidós capítulos lo relativo a forma de gobierno: provincias que
comprende la América mexicana, supremas autoridades, supremo congreso, elección
de diputados, juntas electorales (de parroquia, de partido y de provincia)
atribuciones del Congreso, sanción y promulgación de las leyes, supremo
gobierno, elección de los individuos que lo componen, su autoridad y facultades,
intendencia de Hacienda, Supremo Tribunal de Justicia, sus facultades, juzgados
inferiores, leyes que han de observarse en la administración de justicia,
tribunal de residencia, sus funciones, bases de la representación nacional,
observancia del decreto constitucional, y su sanción y promulgación.
4) Soberanía
popular y otros
valores constitucionales
a)
Soberanía. En
la primera parte de dicho código político se define lo que es la soberanía, en
quien reside, quién la ejercita y cuales son sus características.
A diferencia de la Constitución de Cádiz, que no define lo
que es la soberanía, la de Apatzingán señala que es la facultad de dictar leyes
y establecer la forma de gobierno que más convenga a los intereses de la
sociedad.
A diferencia de la Constitución de Cádiz, según la cual la
soberanía reside esencialmente en la nación y por lo mismo pertenece a ésta
exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales, la de
Apatzingán establece que la soberanía reside originariamente en el pueblo y su
ejercicio en la Representación Nacional, compuesta de diputados elegidos por los
ciudadanos.
Además, dicha soberanía, según la carta política de la
América mexicana, es por su naturaleza imprescriptible, inenajenable e
indivisible. Y tres son sus atributos: la facultad de dictar leyes, la
facultad de hacerlas ejecutar y la facultad de aplicarlas a los casos
particulares.
b) Principio de
autodeterminación. A diferencia de la Constitución
de Cádiz, que establece que la nación española es libre e independiente y no es
ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona, pero admite el gobierno
monárquico, por el cual España y sus dominios son patrimonio de una sola persona
o de una sola familia; declara a la persona del rey sagrada e inviolable, sin
sujetarla a ninguna responsabilidad, y articula el poder bajo el control y en
beneficio de los europeos, la de Apatzingán señala que como el gobierno no se
instituye por honra o intereses particulares de ninguna familia, de ningún
hombre o clase de hombres, sino para la protección y seguridad general de todos
los ciudadanos, unidos voluntariamente en sociedad, ésta tiene derecho
incontestable a establecer el gobierno que más le convenga, alterarlo,
modificarlo y abolirlo totalmente cuando su felicidad lo requiera.
c)
Ciudadanía. A
diferencia de la Constitución de Cádiz, que niega a los de origen africano, y a
los descendientes de ellos o cruzados con ellos -las castas- el título de
ciudadano, el derecho de voto y la representación política, el Decreto Constitucional para la libertad de
la América mexicana reconoce la ciudadanía a todos sus habitantes, sin
distinción de origen, y a todos concede el derecho de sufragio.
Se reputan ciudadanos a todos los nacidos en su suelo así
como a los extranjeros radicados en él, con carta de naturaleza. La base de la
representación nacional, por consiguiente, es la población compuesta de los
naturales del país y los extranjeros que se reputen por ciudadanos.
d) Principio de no intervención. A
diferencia de la Constitución de Cádiz, que señala la igualdad de los españoles
de ambos hemisferios, pero reserva a los europeos el control de la cosa pública
en América, y frente a la tesis no constitucional, pero sí reconocida, de que el
derecho a gobernar las provincias de ultramar se deriva históricamente del
título de conquista, el Decreto Constitucional de Apatzingán declara que el
único titular de la soberanía nacional es el pueblo y que ninguna nación tiene
derecho para impedir a otra el libre uso de su soberanía. El título de conquista
no puede legitimar los actos de la fuerza. El pueblo que lo intente debe ser
obligado por las armas a respetar el Derecho Convencional de las Naciones, esto
es, el Derecho Internacional.
e) División de
poderes. A
diferencia de la Constitución de Cádiz, que señala que la potestad de hacer
leyes reside en las cortes y en el rey, el Decreto de Apatzingán establece que,
si tres son los atributos de la soberanía, tres deben ser los poderes para
ejercerla: legislativo, ejecutivo y judicial, y agrega que dichos poderes no
deben ejercerse ni por una sola persona, ni por una sola corporación.
Todo este
capítulo fue inspirado y apoyado, en términos generales, por Morelos. A pesar de
haber perdido el
poder ejecutivo y el grado de comandante supremo del ejército nacional, hizo
triunfar en lo político su línea republicana. La Ley Fundamental expedida por el
Congreso de Anáhuac -así fuera de carácter provisional- asume tal forma de
gobierno. Hizo triunfar también los principios de soberanía, autodeterminación,
no intervención, división de poderes y ciudadanía.
f) Intolerancia religiosa y
gérmenes de libertad de cultos. A diferencia de la Constitución de Cádiz, que
establece como religión de Estado la católica, apostólica romana, “única
verdadera”, y prohibe el ejercicio de cualquiera otra, la Constitución de
Apatzingán, aunque también establece que la religión católica, apostólica romana
es la que se debe profesar en el Estado, omite que ésta sea la “única
verdadera”.
Además, declara que los transeúntes (los extranjeros
no residentes) serán protegidos por la sociedad, y que sus personas y
propiedades gozarán de la misma seguridad que los demás ciudadanos, con tal de
que reconozcan la soberanía e independencia de la nación y respeten la religión
de Estado, sin obligárseles a que la profesen.
Por cierto, al tener en sus manos un ejemplar de la
Constitución de Apatzingán, Calleja, el “virrey” –ya no “jefe político”- informó
al rey de España –ya no a la Regencia- que los insurgentes “han abierto por el
artículo 17 de su fárrago constitucional la entrada a todos los extranjeros de
cualquier secta o religión que sean, sin otra condición que la que respeten
simplemente la religión católica.”
Una apertura semejante no volvería a reproducirse
sino hasta las Leyes de Reforma, una de las cuales establecería en 1860 la
libertad de cultos.
5) Forma de
gobierno
En lo referente a la forma de gobierno, en cambio, hubo
agudas diferencias entre los diputados que, como Morelos, eran partidarios de
poderes fuertes, pero equilibrados entre sí, y la mayoría, que se pronunció no
sólo por el predominio de la asamblea parlamentaria -en desdoro del ejecutivo y
el judicial- sino inclusive por un franco despotismo parlamentario.
Las autoridades
supremas se dividen en tres poderes, el primero de los cuales es el “cuerpo
representativo de la soberanía del pueblo” compuesto por una sola cámara con el
nombre de Supremo Congreso. Los otros dos poderes -sin poderes- asumen también
la forma de corporaciones y llevan los nombres de Supremo Gobierno y Supremo
Tribunal de Justicia. Estos tres cuerpos deben residir en un mismo lugar,
determinado por el Congreso, con informe del Gobierno.
El Congreso
funciona en sesión permanente, sin recesos. Ejerce atribuciones legislativas,
entre ellas, "sancionar las leyes, interpretarlas y derogarlas en caso
necesario"; pero también decretar la guerra y la paz; votar los presupuestos;
elegir tanto a los miembros del gobierno y del poder judicial, cuanto a los
secretarios del primero y a los fiscales del segundo; hacer efectiva la
responsabilidad de los individuos del Congreso así como de los poderes Ejecutivo
y Judicial, y elegir a los “generales de división”.
El Poder Ejecutivo o Supremo Gobierno no se deposita en una
persona, como lo había propuesto Morelos, sino en tres -iguales en autoridad-
que deben alternarse por cuatrimestres en la presidencia y salir del poder uno
cada año, por sorteo. Sólo los diputados pueden ser miembros del Supremo
Gobierno.
Los secretarios de Estado tienen más presencia y fuerza
política que los vocales del Gobierno. Son responsables ante el Congreso y duran
en su encargo cuatro años. Quedan aprobadas tres secretarías: las mismas que los
diputados de Cádiz reclamaran para la América: Hacienda, Guerra y Gobierno.
Para el manejo de
la hacienda se crea una intendencia general compuesta por un intendente, un
fiscal, un asesor, dos ministros y un secretario, siendo similar la planta de
las intendencias de provincia.
Los tres vocales
del Supremo Gobierno deben ser nombrados por el Congreso en sesión secreta, así
como los tres secretarios de Estado, por primera vez, ya que después lo serán
por el Supremo Gobierno, aunque sujetos a la aprobación del Congreso.
Y por lo que toca al Supremo Tribunal de Justicia, se
integra por cinco individuos -iguales en autoridad- designados por el Congreso;
pero se previene en el Decreto que en cuanto se liberen las provincias de la
América mexicana, dicho cuerpo judicial se renovará íntegramente por elección
popular; principio que no empezaría a
llevarse a la práctica sino hasta 1857, habiendo durado cincuenta y cinco años
exactamente, ya que los últimos magistrados de la Suprema Corte serían electos
en 1912. A partir de 1917 son nombrados por el Ejecutivo con aprobación del
senado.
Además, se ordena que las leyes antiguas –las de Indias-
permanezcan en vigor, mientras el Congreso no forme el código que habrá de
sustituirlas. Ya antes el propio Congreso había dictado sentencia sobre dicha
legislación: “mediana en parte, pero pésima en todo, porque la misma
complicación de sus disposiciones y la impunidad de su infracción aseguraba a
los magistrados la protección de sus excesos en el uso de su autoridad”.
En todo caso, el Congreso proyectó rescatar la parte
positiva de la legislación indiana, desechando la negativa, es decir, se propuso
actualizarla y superarla en lo posible, así como simplificar sus disposiciones y
penalizar claramente a sus infractores. Mientras tanto, debía regir
íntegramente.
También se establece un tribunal especial -llamado de
residencia- para conocer de los juicios contra los integrantes de cualquiera de
los tres poderes, es decir, para seguirles juicio político. Formado por siete
jueces nombrados por el Congreso, dicho tribunal debe nombrar su propio
presidente, renovarse cada dos años, y sus magistrados no ser reelectos sino
pasados dos años.
6) Derechos del
hombre y del ciudadano
Esta forma de
gobierno se establece para garantizar en la América mexicana el goce y ejercicio
de los derechos del hombre y del ciudadano.
Se reitera que a
diferencia de la Constitución de Cádiz, que excluye de la ciudadanía a los
originarios de África y sus descendientes, aunque sus antepasados y ellos mismos
hayan nacido en los dominios españoles, el Decreto Constitucional declara que
“son ciudadanos de esta América todos los nacidos en ella", independientemente
de su origen, así como los extranjeros radicados o que lleguen a radicarse con
carta de naturalización, a condición de que sean católicos "y no se opongan a la
libertad de la nación".
Los derechos humanos protegidos y garantizados son la
libertad, la igualdad de todos ante la ley, la propiedad privada y la seguridad
jurídica. "La felicidad de un pueblo y de cada uno de los ciudadanos consiste en
el goce de la igualdad, seguridad, propiedad y libertad. La íntegra conservación
de estos derechos es el objeto de la institución de los gobiernos y el único fin
de las asociaciones políticas". Esta proyección
ideológica no volvería a expresarse con esta claridad, en ningún documento
constitucional posterior, sino hasta 1857. Aunque modificada, continúa siendo
uno de los pilares más firmes de la Constitución Política vigente, expedida en
1917.
Ahora bien, Morelos propuso en los Sentimientos de la Nación la forma de
gobierno republicana -así como la división de poderes- con el fin de que la
nación, por una parte, ejerciera plenamente su soberanía y su independencia, y
por otra, de que sus habitantes gozaran y ejercieran los derechos del hombre y
del ciudadano.
En relación con
la división de los poderes, el Siervo de la Nación siempre reconoció la
superioridad del legislativo -por ser el depositario de la soberanía nacional-,
pero propuso también un vigoroso ejecutivo, con amplias facultades, nombrado por
aquél y sujeto a su autoridad.
De acuerdo con
las condiciones del momento, era necesario establecer un poder ejecutivo fuerte
unipersonal, no sólo para liberar a la nación de la dominación extranjera, así
como asegurar y defender su independencia frente al exterior -tareas de por sí
difíciles-, sino también para garantizar el goce y ejercicio de los derechos
humanos en el interior del territorio nacional -sobre el cual ejercería su
jurisdicción-, tarea más difícil aún.
Porque no
bastaba, a juicio del Siervo de la Nación, que se proclamaran en forma abstracta
los llamados derechos del hombre. Era preciso igualmente que se expidieran los
instrumentos legales y se crearan las instituciones que hicieran posible y
garantizaran su disfrute y ejercicio.
Además, tomando en cuenta que "la ley es superior a todo
hombre", según los Sentimiento de la Nación, el Congreso debía dictar una
legislación que reformara a la sociedad, obligara "a constancia y patriotismo",
y moderara "la opulencia y la indigencia".
Todo ello
significaba que debían romperse enormes resistencias y destruirse poderosos
privilegios internos, lo cual no podría lograrse sin “leyes acertadas” -como el
Congreso Nacional llamó a la “buena ley”- así como con un poder ejecutivo dotado
de autoridad y fuerza material suficiente para hacer respetar las resoluciones
del propio congreso. Dicha resistencias y privilegios, por cierto, no sería
posible empezar a resistirlos y romperlos sino hasta cincuenta años después, en
el marco de la Constitución Federal de
los Estados Unidos Mexicanos de 1857, a través de las Leyes de Reforma.
Morelos, en minoría frente a sus compañeros diputados,
siempre se sujetó a todos los mandamientos constitucionales, pero no dejó de
expresar su disidencia respecto de la parte orgánica o “práctica” de la Ley
Fundamental, es decir, la que establece la forma de gobierno.
Siempre respetó las decisiones del Congreso y demás
autoridades emanadas de dicho cuerpo, pero no por ello dejó de manifestar que
las características de los poderes públicos, las relaciones entre dichos poderes
y las relaciones entre estos y la sociedad, no eran propias ni adecuadas, en ese
momento, para desempeñar activa, operativa y eficazmente las funciones de la
soberanía, en función de los más altos intereses de la Nación.
Se sometió a la Constitución y a las autoridades
establecidas; es decir, se sometió a la parte orgánica, funcional y “práctica”
de la Ley Fundamental, pero se reservó su inconformidad para hacerla valer en
mejor ocasión. Más tarde declararía ante el tribunal de la inquisición que
“siempre estuvo contra la Constitución, por impracticable, y no por otra
cosa”.
7) Dictadura
parlamentaria y Leyes de Indias
Así, pues, contra las ideas del generalísimo Morelos, que
pensaba en un ejecutivo unipersonal que concentrara toda la fuerza militar y
dirigiera la administración pública, pero sometido al congreso, éste estableció
un gobierno constitucional bajo la forma de cuerpo, formado por tres personas,
sin responsabilidad ante el congreso; pero también sin atribuciones reales sobre
el ejército, y con escasas, casi nulas facultades en la administración
pública.
De este modo, atemorizado ante la dictadura militar
unipersonal, el congreso estableció su propia dictadura.
Por otra parte, tanto la administración de hacienda cuanto
los juicios de residencia de los funcionarios de la más alta jerarquía,
constituyen un reconocimiento expreso del nuevo orden nacional a las antiguas
instituciones de la colonia y concretamente a aquéllas establecidas conforme a
las Leyes de Indias.
La intendencia general republicana corresponde a la junta
superior de real hacienda, de la que dependían todas las providencias
administrativas en tiempo de los virreyes. Y los juicios de residencia son
equiparables a los que se llevaban a cabo contra cualquier funcionario español
–incluyendo el virrey- para hacer efectiva su responsabilidad, a iniciativa de
cualquier persona física o moral. Conforme al nuevo régimen republicano, serían
sujetos a esta clase de juicios políticos todos los que desempeñaren funciones
no sólo judiciales o administrativas sino también legislativas. Estos juicios de
residencia, por cierto, serían añorados durante los dos siglos siguientes por
muchas generaciones de mexicanos. Todavía lo son.
El Decreto de Apatzingán es el único ordenamiento
constitucional mexicano que deja en vigor a las antiguas Leyes de Indias, en tanto el congreso
no revise y adapte sus principios a las nuevas instituciones liberales; lo que
se supone que se habría hecho gradualmente, si la suerte de las armas hubiere
sido distinta.
Los demás instrumentos constitucionales de la primera mitad
del siglo XIX, es decir, el Reglamento
Político Provisional del Imperio de 1822, la Constitución Federal de 1824, las Bases Orgánicas de 1836 y las Siete Leyes de 1843, por el contrario,
dejarían en vigor las disposiciones de la Constitución de Cádiz –que suprime la
legislación de Indias- en todo lo que no se opongan a dichos ordenamientos. Y la
Constitución Federal de 1857 omite
cualquier referencia al respecto.
No sería sino hasta 1917 que el Constituyente de Querétaro,
vencido por el peso del pasado y con visión de futuro, decidiría retomar -bajo
nuevas formas y conforme a los nuevos tiempos- el antiguo espíritu de las Leyes de Indias, señaladamente, al
aprobar el artículo 27, que reconoce diversas formas de propiedad, costumbres y
gobierno, entre ellos, los de los pueblos indígenas. Las modificaciones que se
harían a esta disposición constitucional en el curso del siglo XX producirían
hondas conmociones sociales. La última -aprobada en 1992- desencadenaría entre
otras cosas el levantamiento indígena de Chiapas.
Por último, la Constitución de Apatzingán no fue
firmada por los dieciséis diputados del Congreso sino sólo por once, habiendo
sido los siguientes:
José Ma. Liceaga, por Guanajuato, como presidente;
doctor José Sixto Verduzco, por Michoacán; José Ma. Morelos, por el Nuevo Reino
de León; licenciado José Manuel de Herrera, por Tecpan, y doctor José Ma. Cos,
por Zacatecas.
Firmaron también el licenciado José Sotero de
Castañeda, por Durango; licenciado Cornelio Ortiz de Zárate, por Tlaxcala;
licenciado Manuel Alderete y Soria, por Querétaro; Antonio José Moctezuma, por
Coahuila; licenciado José Ma. Ponce de León, por Sonora, y doctor Francisco de
Argándar, por San Luis Potosí.
En cambio, cinco diputados no firmaron dicho Decreto
Constitucional por estar ausentes, “enfermos unos y otros empleados en
diferentes asuntos al servicio de la patria”, habiendo sido estos el licenciado
Ignacio López Rayón, el licenciado Andrés Quintana Roo, el licenciado Manuel
Sabino Crespo, el licenciado Carlos Ma. de Bustamante y Antonio Sesma.
Tres de ellos, Lopez Rayón, Crespo y Bustamante, desde la derrota de Morelos en
Puruarán, se habían dirigido a Oaxaca. Pronto la perdería López Rayón a manos
del gobierno español de México. Crespo era republicano de Oaxaca y probablemente
haya permanecido allí escondido o en alguna comisión o enfermo o adherido a las
ideas de López Rayón y Bustamante; pero estos dos, en todo caso, se retiraron de
esa provincia y no fueron a Apatzingán, más por razones ideológicas y políticas
que por estar empleados en algún otro asunto “al servicio de la patria”. Lo más
probable es que, dada su intensa vocación monárquica, les haya sido muy difícil
asistir a la jura de una Constitución republicana.
Es cierto que Bustamante confesaría años más tarde:
“No soy republicano, porque estoy persuadido que no tenemos aquellas severas
virtudes que se necesita para serlo. No soy republicano porque juzgo que la
robusta unidad de acción del poder ejecutivo -confiada a una persona física-
presenta ventajas que en vano se querrían buscar en una persona moral… Empero
soy patriota.” Precisamente por ello, a pesar de ser contrario a lo promulgado
en Apatzingán, su patriotismo lo hizo reconocer que “esta Constitución, dictada
entre el estrépito de las armas, dará honor eterno a los constituyentes”.
López Rayón, en cambio, jamás variaría su línea
política y, por consiguiente, jamás aceptaría el régimen republicano. Viviría
dentro del espíritu monárquico, lucharía por él y moriría en él.
Los diputados Quintana Roo y Sesma, por su parte,
ambos republicanos, aunque en efecto “contribuyeron con sus luces a la formación
de este decreto”, o habían caído enfermos o en efecto estaban ocupados en otras
comisiones. Se ignora. El caso es que tampoco firmaron la Constitución.
El exjefe político constitucional -ahora virrey
Calleja-, aparentemente, no tuvo noticia del Decreto Constitucional para la libertad de
la América mexicana sino hasta varios meses después, cuando ya sus
ejemplares habían circulado -clandestina pero ampliamente- no sólo en la Nueva
España sino también en la Ciudad de México. Y aunque afectó verlo con desprecio,
se irritó sobremanera por haberse formado y publicado al mismo tiempo que se
había anulado y proscrito la Constitución de las cortes españolas, y hasta llegó
a temer que dicho Decreto fuera un punto de unión que pusiese término a la
anarquía y el desorden en que se hallaban los insurgentes.
En todo caso, previa consulta con el real acuerdo el
17 de mayo de 1815, ordenó con toda solemnidad, por bando real de 24 de ese
mismo mes, que se quemase el documento por mano de verdugo en la plaza mayor de
México –antigua plaza de la Constitución- y que lo mismo se hiciera en todas las
capitales de provincia.
Además dispuso que quien tuviese un ejemplar del Decreto Constitucional lo entregara a
las autoridades en el término de tres días, pasado el cual se haría acreedor a
las penas de muerte y confiscación de bienes. Impuso igual pena a los que
defendiesen dicho Decreto o apoyasen la independencia o hablasen a favor de
ella, y las de deportación y confiscación de bienes, a los que oyendo tales
conversaciones, no las delatasen.
Las autoridades eclesiásticas, por su parte, así
como el tribunal de la inquisición –restablecido por órdenes del rey- decretaron
el 26 de mayo y el 15 de julio de 1815, respectivamente, incursos de excomunión
mayor a los que tuviesen tales papeles así como a los que no denunciaran a
quienes los hubiesen leído.
Estas penas eran de imposible aplicación y en efecto
así lo fueron. El Supremo Gobierno mexicano ordenó que la Constitución de
Apatzingán se jurara en todas las plazas dominadas por sus tropas y éstas se
retiraban con frecuencia para volverlas a tomar, mientras las del gobierno
español hacían lo mismo, las tomaban para volver a retirarse, de tal suerte que
las poblaciones, ora bajo el poder de unos o de otros, se veían constantemente
presionadas, ya a jurar y obedecer dicha Ley Fundamental, ya a abjurar de ella y
a delatarse masivamente entre sí por haberla jurado, según el caso.
Los curas de dichas poblaciones plantearon el
problema a las autoridades españolas, por haber sido éstas las que decretaron
las penas más crueles y terribles, y les solicitaron que les recomendaran qué
hacer al respecto.
Se discutió mucho el asunto, pero nunca se llegó a
nada. Por tanto, nada se recomendó. Las autoridades militares españolas se
contentaron con seguir fusilando a los que se les ocurrió tener a bien, sin
formación de causa.
8) Poderes
Legislativo, Ejecutivo y Judicial ordinarios
Al terminar sus
labores constituyentes, la representación nacional del Estado mexicano asumió
las tareas legislativas ordinarias y en el curso de los dos días siguientes, 23
y 24 de octubre, procedió a nombrar a los tres vocales del Poder
Ejecutivo.
Fueron electos, en sesión secreta, José Ma. Liceaga, José Ma. Morelos y José Ma. Cos -en ese orden- como miembros del Supremo
Consejo de Gobierno.
El primer
cuatrimestre recayó la presidencia en José Ma. Liceaga; el segundo, en José Ma.
Morelos, y el tercero, en éste mismo, por ausencia de José Ma. Cos, prisionero
en esos momentos del propio gobierno nacional. Liceaga, en lugar de tomar
posesión de la presidencia en el siguiente periodo, como le correspondía,
desapareció voluntariamente y ya no volvería más. Su lugar sería ocupado por el
mismo Morelos.
Cos se pronunció el 30 de agosto de 1815 no sólo contra el
Congreso sino contra el sistema constitucional de Apatzingán, alegando que tanto
uno como otro habían atentado contra la autoridad moral del Siervo de la Nación
e incluso contra la independencia. “¿Por qué –preguntaba- el Congreso está
reuniendo y ejerciendo los tres poderes a cada paso, en cuya división consiste
esencialmente la forma de gobierno que se ha sancionado?”
En su manifiesto a la nación revela que Morelos “está
sufriendo una especie de prisión, sin libertad para expresar sus sentimientos y
poner coto a las arbitrariedades del congreso” y exige que se permita transitar
a éste por donde mejor le parezca, “sin ponerle obstáculo para que se retire a
su departamento del Sur, en donde su presencia hace mucha falta, quitándolo de
esa infame opresión en que está degradado y prostituido con bajeza, pudiendo
adquirir brillantes progresos por las armas, que acaso en el día habrían ya
triunfado de nuestros enemigos, si se las hubiera dejado operar como antes”.
Cos tenía razón en el fondo, pero no en el procedimiento.
En cuanto al fondo, Morelos no había vuelto a asumir mando de armas desde que
había sido despojado de su condición política y militar –el poder ejecutivo y el
grado de generalísimo- por el congreso. Jamás se le volvería a permitir ningún
mando. Pero en cuanto al procedimiento, éste no era el golpe, la asonada, el
motín, sino el esfuerzo democrático dentro de la Constitución y por la vía
pacífica.
Además, los motivos de Cos, al parecer, no eran nobles,
pues al desconocer la autoridad existente, sin antes establecer otra,
aparentemente había entrado en alguna clase de negociaciones secretas con el
gobierno español, como ocurriría asimismo con el mismo López Rayón.
A pesar de sí mismo, pues, Morelos capturó a Cos, quien
estaba al mando de sus tropas o, como él lo dijo, “escudado de tres mil
bayonetas”, mientras Morelos no contaba más que con los hombres de su escolta:
sus "cincuenta pares". Sin embargo, éste sometió personalmente a aquél sin
disparar un tiro.
Condenado a
muerte, se le conmutó la pena -a instancias de Morelos- por cadena perpetua.
Duraría tres o cuatro meses detenido. Al ser liberado, por no existir ya el
órgano que lo sentenciara, solicitó el indulto al otro gobierno, al español, y
éste le fue concedido.
El ciclo
siguiente en el Consejo de Gobierno debía ser reiniciado por Liceaga en el
primer cuatrimestre; pero para hacer valer de algún modo su protesta contra el
sistema constitucional, dicho vocal pidió licencia por tiempo indefinido y se
retiró a sus negocios particulares. Nunca regresaría al gobierno. Morelos lo
suplió. Ese cargo tenía cuando fue capturado por las tropas al servicio del
gobierno español de México a principios de noviembre de 1815.
El doctor Cos fue
sustituido en octubre de ese mismo año por Antonio Cumplido, y el propio Morelos
lo sería, a su detención, por el licenciado Ignacio Alas. No durarían en el
cargo más que dos meses, el primero, y unas semanas, el segundo. Liceaga no fue
sustituido por gozar de licencia.
Como antes se
expuso, tres carteras habían sido creadas por el congreso para el despacho de
los asuntos administrativos: Gobierno o Gobernación, Guerra y Hacienda. La
secretaría de Gobierno le fue confiada a Remigio de la Yarza; la de Guerra a
José Mariano Arriaga; a ambos en octubre de 1814 -a escasos días de promulgada
la Constitución- y la tercera, la de Hacienda, a Miguel Benítez, un año después,
en octubre de 1815. Este último no ejercería sus importantes y delicadas
funciones sino sólo dos meses, y no completos.
Por lo que se refiere al Supremo Tribunal de Justicia,
tercero de los poderes, Morelos lo instaló en Ario, Michoacán, el 7 de marzo de
1815, formado por cinco magistrados, que fueron Mariano Sánchez Arreola,
presidente, José Ma. Ponce de León, Mariano Tercero, Antonio de Castro y otro
(pendiente o desconocido) así como Pedro José Bermeo, secretario, quien sería
después "de lo civil", e Ignacio Rodríguez Calvo, "secretario del crimen": todos
licenciados en Derecho.
9) Disolución de
los órganos democráticos
Al iniciarse el
año de 1815 había cuatro plazas vacantes en el parlamento mexicano, de
naturaleza asaz especial, que continuó su sesión permanente sin sede fija, a
salto de mata, compuesto sólo por trece representantes, no por diecisiete: seis
de los ocho fundadores y siete suplentes. Los diputados de Guanajuato, Veracruz
y Nuevo León, vacíos al ser electos Liceaga, Cos y Morelos, respectivamente,
como miembros del Poder Ejecutivo colegiado, nunca serían cubiertos.
De esta forma,
por espacio de catorce meses, que corrieron de octubre de 1814 a diciembre de
1815 –y en el que hubo más derrotas que victorias militares- el Estado nacional
mexicano ejerció su jurisdicción, no sobre Sonora, Coahuila y Nuevo León, como
lo deja entrever, por omisión, el Decreto Constitucional, sino sólo
parcialmente en Michoacán, Puebla y Veracruz.
Dicho Código reconoce, en cambio, que éste se publicará
"luego que estén libre de enemigos las provincias siguientes: México, Puebla,
Tlaxcala, Veracruz, Oaxaca, Tecpan, Michoacán, Querétaro, Guadalajara,
Guanajuato, San Luis Potosí, Zacatecas y Durango, inclusos los puertos, barras y
ensenadas que se comprenden en los distritos de cada una de estas provincias".
En realidad, el
Decreto Constitucional no tuvo más que una edición en Michoacán, sin haberse
llegado a publicar otra en doce de las trece provincias arriba mencionadas, así
como tampoco en las de Sonora, Coahuila y Nuevo León, aunque los ejemplares de
la primera edición michoacana hayan circulado en todas. La segunda edición se
haría también en Michoacán, y la tercera sólo se publicaría en 1821, la nación
independiente, en la Imprenta Liberal de Moreno Hermanos.
Es bien sabida la
suerte que corrieron las primeras instituciones democráticas nacidas del voto
popular; tanto las monárquicas que vincularon su destino al de la metrópoli,
cuanto las republicanas que pretendieron asumir la soberanía nacional con
independencia de España así como "de cualquiera otra nación, gobierno o
monarquía", según rezan los Sentimientos
de la Nación.
Las Cortes españolas fueron desconocidas y disueltas por
Fernando VII, al regresar de su exilio en Francia, en 1814, y la Constitución
española, derogada. Desapareció, pues, la exigua representación democrática de
la Nueva España en las cortes españolas.
La corriente monárquica interna, por su parte, jefaturada
por López Rayón, no volvería a levantar cabeza ni a recobrar fuerza después de
establecido el congreso en Chilpancingo, declarada la independencia y promulgada
la Constitución republicana de Apatzingán. Y dicha corriente monárquica se
desvanecería en su forma liberal y constitucional al ser derogada en 1814 la
Constitución de Cádiz. En cambio, volvería a adquirir importancia en 1821, con
Agustín de Iturbide y otros personajes, al establecerse en México las bases del
primer imperio mexicano.
Por su parte, las
tres corporaciones del naciente Estado mexicano (supremo congreso, supremo
gobierno y supremo tribunal) tendrían un final no menos trágico.
Durante su corta
existencia, el supremo gobierno constitucional de la nación mexicana tendría más
funciones decorativas que políticas, militares o administrativas. Era
“impracticable”, al decir de Morelos. La prueba de su ineficacia quedaría
manifiesta en su temprana desintegración. No duraría en sus funciones ni
siquiera un año, por la defección de Cos, seguida por la licencia de Liceaga, ni
ejercería su autoridad más que en una jurisdicción territorial muy limitada. De
allí que, como ya se dijo, Morelos hubiera llegado a declarar ante el tribunal
de la inquisición -a propósito del Decreto Constitucional que establece este
sistema político- que "siempre le pareció mal, por impracticable, y no por otra
cosa".
En septiembre de
1815 el congreso decidió que los órganos del Estado nacional se trasladasen de
Uruapan a Tehuacán, con el doble propósito de poner orden entre los comandantes
de las provincias insurgentes de Puebla y Veracruz, que lo eran respectivamente
Guadalupe Victoria y Manuel Mier y Terán -peleados a muerte entre sí-, y además,
recibir noticias de los representantes diplomáticos que se habían enviado a
Estados Unidos.
Esta última
finalidad, como en el tiempo de Hidalgo, Allende y López Rayón, era ponerse en
contacto directo con las autoridades del vecino país del norte, promover el
reconocimiento del gobierno nacional y firmar una alianza ofensiva y defensiva
entre las dos naciones del continente. Nunca se lograría alcanzar tal
finalidad.
En el trayecto de
Uruapan a Tehuacán hubo una escaramuza el 6 de noviembre de 1815 -a un año
exacto de la Declaración de Independencia- entre “realistas” e “insurgentes”, en
las inmediaciones de Temalaca, pequeño pueblo asentado a las orillas del Balsas,
a consecuencia de lo cual Morelos sería hecho prisionero, por haber protegido
sólo con su escolta a los miembros del Congreso, ya que las fuerzas destinadas
para ello no se presentarían a hacer tal actividad.
Eso fue todo. La
corporación parlamentaria se hundió rápidamente. Al no haber creado la fuerza
ejecutiva necesaria para hacer respetar sus resoluciones ante amigos y enemigos,
y ni siquiera para asegurar y proteger su propia integridad corporativa, quedó a
merced de cualquier contingencia, cualquier revés militar, cualquier hombre
fuerte.
El malogrado congreso fue responsabilizado del desastre de
Temalaca y de la captura del Siervo de la Nación, y disuelto a punta de
bayonetas por el coronel insurgente y artillero Manuel Mier y Terán, el 15 de
diciembre de 1815: una semana antes de ser fusilado Morelos por el gobierno
español de México en San Cristóbal Ecatepec. Igual destino -la disolución-
corrieron las otras dos corporaciones del Estado: el supremo gobierno y el
supremo tribunal de justicia.
Ninguno de los tres órganos del Estado habrían de
reinstalarse jamás. Nadie haría el intento de hacerlo. Se esfumarían todos los
vocales: los del congreso, los del gobierno y los del tribunal de justicia, así
como sus secretarios. Ninguno de ellos, ni conjunta ni separadamente, tendría
nunca la fuerza suficiente -ni moral, ni política, ni militar- para
reorganizarse y sostener sobre sus hombros el peso del Estado nacional,
republicano y democrático. Lo que prueba que su existencia anterior se debió,
sobre todo, al empeño y respaldo moral que en todo tiempo le dio el Siervo de la
Nación.
La Constitución
de Apatzingán, en sí, no fue formalmente derogada por el coronel Mier y Terán,
ni por nadie más. No fue necesario. Al contrario. Mier y Terán ofreció que en lo
sucesivo se actuaría conforme a los principios y mandamientos de dicha Carta.
Sin embargo, no habiendo ya ninguna autoridad emanada de ella, que respetara y
cumpliera, y que hiciera respetar y cumplir sus disposiciones, quedó convertida
en un pedazo de papel, en un “ente de razón” -como decían los españoles
veracruzanos- o en letra muerta.
Sin embargo, sus
principios fundamentales, su forma republicana, sus valores democráticos, su
“parte dogmática”, resultado de los ideales nacionales y de esfuerzos escritos
con sangre durante años para hacerlos realidad, no se desvanecieron, como tantas
veces se ha escrito. Viven. La mayor parte de ellos o, por lo menos, los más
importantes, serían rescatados y readecuados por el Congreso Constituyente de
1857, y reafirmados y actualizados por el Congreso Constituyente de
1917.
En lo esencial,
permanecen vigentes hasta la fecha. COMENTARIO:Uno de los establecimientos de esta constitución fueron el Reconocimiento de la religión católica, apostólica y romana la Soberanía popular,ciudadanía general, Igualdad ante la ley Respeto a la libertad y los derechos e Inviolabilidad del domicilio estos fueron los establecimientos que marca esta constitución.
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